sábado, 28 de febrero de 2015

Juana la Beltraneja

Castilla, Juana de, o Juana la Beltraneja (1462-1530).
Princesa castellana, hija del rey Enrique IV, y de su segunda esposa, Juana de Portugal. Nació en Madrid, el 28 de febrero de 1462, y falleció en Lisboa, el 28 de julio de 1530. En la historiografía medieval, y también en general, es más conocida por el apodo de Juana la Beltraneja, debido a que las supuestas relaciones adúlteras mantenidas por su madre con el duque de Alburquerque,Beltrán de la Cueva, así como la dudosa virilidad de su padre, hicieron recaer las sospechas de paternidad en el aristócrata castellano, y no en el monarca. Este argumento fue hábilmente utilizado por la nobleza contraria a la legitimidad descendente de Enrique IV para apartarla de la sucesión y elevar, en su lugar, a su tía Isabel, hermana de Enrique. La consolidación del apodo beltraneja, no obstante, procede de la historiografía del siglo XIX, ya que en las fuentes documentales de la época es más frecuente su denominación como Juana la Beltranica.
El análisis de su biografía y el contexto histórico en que se inserta supone uno de los puntos más atractivos y polémicos de la historia bajomedieval castellana, por tratarse de un momento en que la maquinaria propagandística, a favor de uno u otro bando, muestra bien claramente el alto grado de intervención de este recurso en caso de crisis de legitimidad dinástica, e incluso de crisis general, como fue, en líneas globales, el convulso reinado de Enrique IV. Y, como muestra de que el terreno es movedizo, la primera polémica se establece desde el principio, desde el propio nacimiento de la infanta.
¿Fue o no hija de Enrique IV?
Juana nació en Madrid, en fecha desconocida, pero en los primeros días del recién estrenado año de 1462. Al lado de la reina Juana, los principales consejeros de su padre, Enrique IV, como Enrique Enríquez, conde de Alba de Liste, Gonzalo de Saavedra, comendador de Santiago, y Juan Pacheco, marqués de Villena. El poderoso noble, privado de Enrique IV, aparecía así vinculado a Juana desde su nacimiento, ya que también ejerció como padrino (junto con la tía de la recién nacida, la futura Reina Católica) en el bautizo, oficiado por Pedro Carrillo, arzobispo de Toledo, y realizado en la capilla real del Palacio matritense. A los pocos meses del feliz natalicio, comenzaron los preparativos para convocar a las Cortes del reino con el objetivo de que jurasen a la princesa heredera del trono. El acto se celebró en Madrid, el 9 de mayo de ese mismo año; es importante destacar que, desde este momento, comenzaron a aparecer las dudas sobre la paternidad de Juana, dudas que, como ha demostrado sucintamente T. de Azcona (Juana de Castilla, pp. 21-24), se deben específicamente a la interesada acción con que el marqués de Villena, guiado por su ambición de poder, quería minimizar la elevación a los puestos de privilegio de su gran rival, Beltrán de la Cueva, entonces conde de Ledesma. Villena, privado de Enrique IV desde que éste fuera príncipe de Asturias, acabó por unir los cabos que presentaron a Juana como el fruto adúltero de los encuentros de reina y conde.
Ciertamente, el bulo no se hubiese propagado ni hubiera cobrado tanta fuerza de no ser por la especial idiosincrasia de Enrique IV. Siendo su reinado una de las acotaciones medievales que cuentan con mayor número de información cronística, se trata, por contra, de uno de los más desconocidos reyes; en primer lugar, porque la brillantez del posterior gobierno de los Reyes Católicos eclipsó su propio devenir, contando también con que su hermana Isabel se preocupó mucho de borrar cualquier imagen positiva del reinado de Enrique. Por si ello fuese poco, su extraño carácter, hosco y huraño, amante de la música y de los bosques, hizo circular un sinfín de rumores a su alrededor que, por mor del interés político, fueron convertidos en verdades por nobles contrarios y cronistas enemigos, datos conocidos por los historiadores para calibrar el nivel de contaminación de las noticias de su reinado. No obstante, las propias acciones del monarca crearon el caldo de cultivo necesario para que la desconfianza hacia su virilidad fuese afirmada por todos. Su primer matrimonio, con la princesa Blanca de Navarra (celebrado en 1444), fue el inicio de habladurías que, incluso, llegaron a la lírica popular por medio de coplillas. El cronista Diego de Valera expresa así en su Memorial el hecho: "El Rey y la Reina durmieron en una cama, y la Reina quedó tan entera como venía, de que no pequeño enojo se recibió de todos." (Recogido en Marañón, op. cit., pp. 64-65).
La falta de consumación del primer matrimonio inició la leyenda sobre la impotencia de Enrique IV, de tal modo que incluso su apodo regio, el Impotente, ha dependido de ella. Los testimonios coetáneos, lógicamente, invitan a la duda. Los partidarios de Enrique disculparon al monarca y culparon a doña Blanca, alegaron que, anteriormente, el rey había tenido contactos carnales satisfactorios con otra mujeres; otro de los razonamientos ofrecidos fue, incluso, el de que Enrique estaba hechizado. El debate sobre la paternidad de Juana fue tan sesudo que, hacia 1930, el ilustre médico español, Gregorio Marañón, y el arqueólogo Manuel Gómez-Moreno, exhumaron el cadáver de Enrique IV, sepultado en la cripta del monasterio de Guadalupe, para analizar biológicamente sus posibles disfunciones. El ensayo del doctor Marañón concluía con que, en el plano medicinal, Enrique IV podía tener diagnósticos como "displásico eunucoide con reacción acromegálica, esquizoide, con tendencias homosexuales" (op. cit., p. 11).
Otra de las razones esgrimidas para negar la paternidad de Enrique IV sobre la infanta fueron los constantes escarceos amorosos fuera del matrimonio vividos por la reina Juana. En efecto, las crónicas recogen el nombre de varios amantes de la reina, como Pedro de Castilla, bisnieto de Pedro I el Cruel, y es probable que el propio Beltrán de la Cueva ocupase en ocasiones un tálamo regio que, a la sazón, estaba poco atendido por Enrique IV. A pesar de ello, la infidelidad conyugal de los monarcas era un fenómeno frecuente en la época y no tan mal visto como la moral cristiana imperante podía hacer pensar, con lo que tampoco conviene sacar de quicio las costumbres regias. En definitiva, y a pesar de todos los argumentos emitidos, no existe ninguna prueba concluyente acerca de que Juana fuera hija ilegítima; los defensores de la paternidad de Enrique IV, con T. de Azcona a la cabeza, piensan que las sospechas fueron exageradas por la facción contraria al rey castellano para apartar de la sucesión a Juana, pues la ausencia de documentos al respecto (destruidos posteriormente) es una buena prueba de que, efectivamente, no interesaba que se supiese la verdad.
De la farsa de Ávila al pacto de Guisando (1465-1468)
Resulta difícil calibrar en qué medida pudieron afectar estos rumores en la vida de la princesa Juana, pues la ausencia de documentación impide reconstruir su infancia y juventud con una precisión historiográfica mínima. En este sentido, hay que destacar que la parquedad documental sobre sus primeros años, como ha destacado T. de Azcona, induce a la sospecha, pues existe constancia de textos relativos a la educación de los príncipes de época anterior y posterior, excepto en el caso de Juana, lo que, al menos como hipótesis, implica que la documentación fue destruida posteriormente. En cualquier caso, el clima de tensión larvada entre las diferentes facciones nobiliarias, principalmente por quienes, siguiendo las intrigas del marqués de Villena, se mostraron totalmente contrarios al paulatino pero imparable ascenso de Beltrán de la Cueva, acabaron por estallar con violencia en 1465, cuando Juana contaba con apenas tres años. Al parecer, el desencadenante fue la insistencia en que Enrique IV declarase como heredero a su hermano, el infante Alfonso; Enrique IV, a finales de 1464, se había mostrado dispuesto a ello, pero a condición de que Alfonso casase con su hija, Juana. La rotunda negativa nobiliaria desencadenó los acontecimientos de manera precipitada: el 5 de junio de 1465, los nobles confabulados contra Enrique depusieron a una imagen del rey en el cadalso abulense, espectáculo llamado comúnmente como Farsa de Ávila, y elevaron al trono al príncipe Alfonso. La tensión entre facciones daba paso a un verdadero interregno, con enfrentamientos civiles incluidos, en el que, durante tres años, dos monarcas se disputaron, de manera fratricida, la obediencia del reino castellano.
El estigma de la ilegitimidad de Juana vivió en esta época uno de los momentos más álgidos; el cronista Alonso de Palencia, encarnizado enemigo dialéctico de Enrique IV, no dudaba en acusar a la indolencia regia con su favorito como el mal que afectaba al reino, como se recoge en este texto que, además, también representa un hito importante: por vez primera se expresaba en términos serios lo que, hasta 1465, sólo habían sido habladurías y tema de coplas procaces (recogido por Azcona,Juana de Castilla, p. 29):
[Beltrán de la Cueva] "ha deshonrado vuestra persona e casa real, ocupando las cosas solamente a vuestra alteza debidas, e procurando con vuestra altesa que feciese jurar por primogénita heredera a doña Johana, llamándola princesa, non lo seyendo, pues a vuestra alteza e a él es bien manifiesto ella non ser hija de vuestra señoría."
Tras el fallecimiento de Alfonso el Inocente en 1468, los contactos entre las dos facciones nobiliarias que habían alentado el conflicto civil se incrementaron, con el objetivo de pactar una tregua conveniente para un hipotético reino que, en realidad, estaba representado por intereses nobiliarios. En estas conversaciones, curiosamente, el personaje que intentó llevar la voz cantante fue, cómo no, el marqués de Villena, uno de los artífices del Pacto de los Toros de Guisando (1468), en el que Enrique IV, ante la presión nobiliaria, excluyó de la sucesión a la infanta Juana y proclamó heredera a su hermana Isabel. Desde ese preciso instante, la suerte de Juana estaba echada en relación a sus aspiraciones al trono.
Los proyectos de boda y el confinamiento monástico
Es bastante posible que Enrique IV se apercibiese pronto del gravísimo error cometido, pero la consolidación del programa político de Isabel, así como la profunda antipatía que respetaba el infausto rey, alentada convenientemente por la propaganda ideológica del sector nobiliario contrario a su gobierno, hicieron de Juana una opción secundaria y denostada en el devenir histórico de Castilla. Casi al mismo tiempo en que el telón de Guisando cercenaba las oportunidades de la infanta, Enrique IV comenzó a negociar el matrimonio de su hermana Isabel con el rey de Portugal, Alfonso V. En estas negociaciones se introdujo una cláusula interesante, según la cual si Isabel se negaba, Enrique apoyaría una invasión portuguesa de Castilla, a cambio de que Alfonso V se comprometiese a casarse con su hija Juana. Con ello, el monarca pretendía jugar a dos bandas, Isabel y Juana, "la primera, impuesta por la oligarquía nobiliaria en Guisando; la segunda, dictada por la voz de la sangre" (De Azcona, Juana de Castilla, p. 33). Evidentemente, y obviando la compleja disquisición sobre la paternidad, al menos sí existió en la voluntad de Enrique IV reparar el error cometido en Guisando, y no alejar del todo las posibilidades de sucesión de la infanta. Pero para ello era necesaria una concordia que no se produjo: Isabel, contraviniendo las especificaciones del tratado de Guisando, se casó con el rey de Sicilia y heredero de Aragón, Fernando, y Enrique IV reaccionó a la afrenta intentando desandar lo andado, pues devolvió a su hija, el 26 de octubre de 1469, la condición de princesa heredera, con lo que hacía inevitable el enfrentamiento entre tía y sobrina.
Piénsese, de todas formas, que en 1469 Juana tenía únicamente siete años, por lo que todos estos planes se realizaban sin su conocimiento directo. De hecho, los proyectos de boda fracasados fueron una de las constantes de su vida: tras el primero, y poco conocido en líneas generales, con Alfonso V, el mismo día de la devolución de su calidad de princesa, embajadores de Luis XI, Rey de Francia, sellaban con Enrique IV el compromiso matrimonial que la unía a Carlos, duque de Guyena, y hermano del monarca galo. Algunos años después, en 1473, Enrique IV, en una muestra de su caprichoso devenir con el futuro de su hija, se había olvidado del pacto castellano-francés, con la consiguiente merma de relaciones entre ambas monarquías, y entablaba negociaciones para casar a Juana con el infante Enrique de Aragón, más conocido con el apelativo de Enrique Fortuna, sobrino de Juan II de Aragón. Pero de nuevo los intereses nobiliarios se interpondrían en el futuro de la infanta, dejando para la anécdota histórica estos matrimonios por poderes.
El matrimonio con Alfonso V y la guerra civil encubierta
La ya de por sí débil relación sentimental existente entre Enrique IV y su esposa, la reina Juana, se rompió prácticamente por completo a raíz de que el monarca excluyese a la hija de la reina (al menos eso es seguro) de la sucesión al trono. Así, desde 1468, madre e hija vivieron un devenir itinerante por diversos lugares castellanos evitando al rey, que sentía especial predilección por su palacio segoviano. La fortaleza extremeña de Alaejos y la villa toledana de Escalona fueron los asentamientos más habituales de ambas Juanas; en todo momento, la custodia recayó en manos de agentes que, en mayor o menor grado, simpatizaban con su causa, pero todos ellos eran afines al marqués de Villena, como Diego de Ribera, Fernando Gómez de Ayala o el obispo de Burgos, Luis de Acuña. Y, en este sentido, Villena no estaba dispuesto a que su ascendente se eclipsara, con lo que, teniendo como arma la custodia de la infanta, retomó uno de los múltiples caminos iniciados por Enrique IV, concretamente, el de casar a la princesa con Alfonso V de Portugal. Curiosamente, para este plan contó con la ayuda de su antiguo enemigo, nada menos que Beltrán de la Cueva; ambos, como toda la nobleza y, en general, el pueblo de Castilla, se habían cansado ya de los caprichos del rey. Pese a ello, nuevos acontecimientos variarían todavía más el rumbo de la todavía infantil princesa: la muerte (1474), con escasos meses de diferencia, del marqués de Villena y del propio Enrique IV, sin testamento, sin disposiciones de precaución, y sin nada más firme que la promesa de boda con Alfonso V, avalada por la evidente capacidad militar de éste.
Conforme al pacto de los Toros de Guisando, Isabel fue proclamada reina de Castilla en Segovia, a las pocas horas del fallecimiento de su hermano, pero todavía quedaba pendiente el futuro de Juana. Fallecido Villena, la posición de preeminencia en la casa de la infanta había sido ocupada por el hijo de aquél, Juan Téllez Girón, conde de Ureña, ayudado por el omnipresente Beltrán de la Cueva y por algunos otros caballeros, en especial Álvaro de Estúñiga, duque de Arévalo. El matrimonio de Juana con su tío, el monarca portugués, fue la empresa a la que con más ahínco se dedicaron. Alfonso entró en Castilla en marzo de 1475, a pesar de las advertencias de Isabel y Fernando acerca de considerar este acto como el inicio de hostilidades bélicas. Pero la confianza en la jugada era máxima, sobre todo después de que el 29 de mayo de 1475, en la conocida Casa de las Argollas de la extremeña villa de Plasencia, Juana y Alfonso contrajesen un matrimonio que, por el parentesco entre los cónyuges, exigió la aprobación pontificia mediante dos bulas, emitidas en 1477 y 1478. Pero, reconocido canónicamente el matrimonio, sus beneficiarios comenzaron a intitularse "Reyes de Castilla y Portugal", lo que resucitó el precedente de gobernación bicéfala acontecido entre los hermanos Enrique y Alfonso. Era evidente que la cuestión ya sólo podía dirimirse en el campo de batalla.
Lo que la historiografía de la época, y también la más reciente, ha denominado como guerra entre Castilla y Portugal fue, en realidad, una guerra civil encubierta, enfrentamiento en el que estaba en juego quién había de ceñir la corona castellana y en la que el elemento luso estaba presente por la obligada defensa de sus intereses matrimoniales. Pero la prueba de su componente fratricida está en que muchos nobles castellanos pelearon no a favor de Alfonso V, sino a favor de Juana, a la que consideraban legítima heredera. Ésta, ajena por completo a las batallas militares, vivió prácticamente a la carrera entre 1478 y 1479, en que la derrota de Alfonso V en la batalla de Toro significó la defección de su causa, la retirada del monarca portugués, y el paulatino abandono del apoyo nobiliario y militar a su legitimidad. Refugiada en Portugal, Juana, además de resultar perdedora, comenzó a ser tratada como desertora por la eficaz propaganda isabelina, cuya maquinaria había marcado su devenir. El tratado de Alcáçovas (4 de septiembre de 1479), y las inherentes tercerías de Moura, en que los estados en guerra firmaban la paz general, sólo planteaban dos opciones para Juana: esperar a que el recientemente nacido príncipe Juan, contase con catorce años para desposarse con él, o bien ingresar como monja en una institución portuguesa, y renunciar a los títulos y derechos que, sobre la corona de Castilla, le asistían. La infanta Juana debió valorar los sufrimientos padecidos en sus escasos dieciocho años de manera unidireccional, pues eligió la vía religiosa, creyendo así encontrar una paz que se le había negado en la vida seglar.
Últimos años de la Excelente Señora
Juana entró en el monasterio de Santa Clara de Santarém el 5 de noviembre de 1479, donde profesó el año de noviciado obligatorio, para ser después enclaustrada en el monasterio de Santa Clara a Velha de Coimbra, lugar en el que viviría hasta los albores de 1500. Gracias a su temprana vinculación con Portugal se han conocido algunos detalles más de su personalidad, pues la historiografía lusa, tanto de su época (principalmente el cronista Rui de Pina) como posterior, han ofrecido a la infanta lo que la historiografía castellana no ha hecho. Como ejemplo, el que exigiera, durante su vida, utilizar la titulación de "Reina de Castilla", a pesar de la expresa prohibición de Alcáçovas sobre ello, o bien el apodo de A Excelente freiraque recibió de sus compañeras de fatigas espirituales, transformado más tarde en el tópico A Excelente Senhora por el cronista Rui de Pina, en cuyas páginas se desprende una enorme simpatía por la enigmática religiosa. Isabel se cuidó mucho de vigilar el correcto cumplimiento de la extraña profesión de fe de su sobrina, teniendo constantemente a agentes castellanos en las cercanías de Coimbra, además de exigir del sucesor de Alfonso V en el trono luso, Juan II, continuas garantías de que bajo ningún concepto Juana abandonaría su religiosa prisión de Coimbra.
Ni siquiera el abandono mundano acabó con los frustrados proyectos matrimoniales edificados alrededor de la princesa castellana. Poco antes de la entrada en Santarém, embajadores de Luis XI de Francia propusieron el matrimonio entre Juana y el delfín Carlos, pensando en una fructífera alianza castellano-gala. El propio Juan II de Portugal estuvo inclinado varias veces a repudiar a su mujer, la reina Leonor, para encender de nuevo la polémica con Castilla, y tomar como nueva esposa a la clarisa de Coimbra. Sólo el matrimonio entre su hijo y heredero, el príncipe Alfonso, con la hija de los Reyes Católicos, la princesa Isabel (1490) puso fin a este intento. En los años finales del siglo XV, el rey de Navarra Francisco Febo, en un desesperado intento de salvar su reino de las aspiraciones de anexión, volvió a reclamar a la clarisa castellana para matrimonio. Aún hubo una más inverosímil petición matrimonial: la del propio Fernando el Católico, viudo de Isabel desde 1504, que no dudó en reclamar a su sobrina para desposarla y, de esta forma, recuperar la obediencia de Castilla, en manos de Felipe el Hermoso, y la otra Juana desdichada desde el fallecimiento de la reina Isabel. Pero la inusual monja clarisa, desplazada al palacio de la Alcazaba lisboeta desde los primeros años de 1500, hizo oídos sordos a estas proposiciones. En la capital lusa había vuelto a gozar de algunos privilegios, como el de tener su propia corte y su propio servicio, y poder seguir titulándose como la "reina de Castilla" que nunca llegó a ser. Alabada por sus coetáneos portugueses gracias a su profundo sentido piadoso, falleció en Lisboa el 28 de julio de 1530.
Valoración historiográfica
Como es lógico adivinar a través de la exposición de estas líneas, la polémica ha presidido cualquier mención a la princesa Juana a lo largo de la historiografía de todos los tiempos. Dejando de lado la controversia sobre su legitimidad, la debilidad y la condición variable de Enrique IV hace posible emparejar, en sus consecuencias negativas, a Alfonso el Inocente y a Juana, manejados al antojo de una clase nobiliaria que, con la aquiescencia del monarca, sometía a los mismos vaivenes a todo el reino. Una vez desaparecidos del mapa el marqués de Villena y Enrique IV, lo cierto es que las dudas se ciernen sobre la gran beneficiada de la situación, que no fue otra que Isabel la Católica. De acuerdo con T. de Azcona, la reina Isabel protegió los intereses firmados en Guisando, pero esa misma protección significó daños lesivos para la legitimidad de su hermana; Mª I. del Val, por contra, defiende que la legitimidad estaba en manos de Isabel desde el pacto de 1468, mientras que Juana era únicamente la excusa de parte de la nobleza para plantear al máximo nivel político su diferente perspectiva de gobierno. Lo único cierto es que, aunque el estigma de la Beltraneja era anterior a Isabel, ésta se preocupó de mantenerlo encendido durante la pugna para, poco después, apagar definitivamente la documentación que podría ofrecer la verdad objetiva, sin que por ello se deba realizar mácula alguna sobre los extraordinarios logros de su reinado. En esencia, el debate se establece en saber si, conforme a las estructuras clásicas de la Historia, Isabel la Católica, después del pacto de los Toros de Guisando, era la legítima heredera del trono, o si la baza de Juana fue relegada por el común acuerdo entre la más poderosa facción nobiliaria isabelina, pero siempre con el beneplácito de ésta. La realidad objetiva, posiblemente, esté en ambas afirmaciones contrapuestas, sin que una deba primar por encima de la otra.

Un último apunte a realizar tiene como motivo la más sorprendente decisión tomada propiamente por Juana: la opción religiosa. Es humanamente comprensible que los nulos escrúpulos políticos de monarquía y nobleza castellana hubiesen causado daño en la joven princesa, por lo que se podría establecer la razón principal de su entrada en la orden clarisa como una práctica del tan medieval de contemptu mundi, esto es, el 'desprecio del mundo'. Sin embargo, recientes investigaciones efectuadas desde la metodología de historia de género han presentado como estructura alternativa una cierta opción de rebeldía femenina, avalada por la inmensa cantidad de mujeres que, ante una tesitura matrimonial indeseada, optaban por el ingreso religioso como medio de mostrar su disconformidad ante el papel que la sociedad les había reservado. Posiblemente, al igual que en la polémica anterior, los dos componentes hayan estado detrás, en idéntica proporción, de la decisión más controvertida tomada por la Excelente Señora, un apodo mucho más justo y acertado que el pseudofilial adjetivo beltranejo con que ha pasado a la Historia la princesa Juana de Castilla.



http://www.mcnbiografias.com/

miércoles, 4 de febrero de 2015

Juana de Avis

Juana de Portugal
Juana de Avis y Aragón (Quinta do Monte Olivete, Almada, 20 de marzo de 14391 - Madrid, 13 de junio de 14752 ). Infanta dePortugal y reina consorte de Castilla. Hija póstuma del rey Eduardo I y de la infanta Leonor de Aragón (hija2 de Fernando I de Antequera y de Leonor Urraca de Castilla, Condesa de Alburquerque).
En 1455 contrajo matrimonio con su primo el rey Enrique IV de Castilla, al cual acababan de declarar nulo su matrimonio conBlanca de Aragón. Tras siete años sin hijos, Juana dio a luz en 1462 a una niña que fue también llamada Juana (1462-1530).
Los adversarios de Enrique IV le había llamado "el Impotente", no tanto por no haber tenido descendencia de su primera esposa, Blanca de Navarra, como por ser de dominio público la dejación que hacía de sus obligaciones conyugales. Aún hoy día se plantean dudas sobre su heterosexualidad, sin embargo es algo que siempre ha quedado entre la historia y la leyenda. De hecho, los primeros rumores acerca de la supuesta homosexualidad del rey surgen cuando nació Juana, pues los nobles castellanos opuestos al rey pretendieron hacer creer que la niña era hija del noble Beltrán de la Cueva, privado de Enrique IV, por lo que a la niña se le dio el apodo de Juana la Beltraneja.2
Es en esos momentos cuando surgen toda clase de rumores, incluida la homosexualidad regia, como forma de deslegitimar al rey. Es decir, como arma política. Incluso algunas fuentes incluyen la forma en que habría dejado embarazada a la reina, mediante una precoz técnica de inseminación artificial utilizando una cánula de oro (per cannam auream), y otras descripciones físicas que permitieron a Gregorio Marañón realizar su Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su tiempo (Madrid 1930), que diagnosticó al rey de displasia eunucoide con reacción acromegálica, y que en la actualidad se define como unaendocrinopatía, posiblemente un tumor hipofisario, manifestando litiasis renal crónica, impotencia, anomalía peneana einfertilidad, además de caracteres psico-patológicos.3
A la muerte de Enrique IV, el 11 de diciembre del año 1474, la reina Juana sostuvo los derechos sucesorios de su hija pero falleció algunos meses después, a los treinta y seis años de edad, el 13 de junio de 1475.4
Juana de Portugal tuvo por amante al caballero castellano Pedro de Castilla y Fonseca (biznieto de Pedro I de Castilla). Esta relación se dio incluso cuando aún estaba casada con el rey, lo que fue conocido en la época. Con él tuvo dos hijos2 gemelos:
·         Pedro Apóstol de Castilla y Portugal (30-11-1468-?), casado con Juana de Mendoza;

·         Andrés de Castilla y Portugal (30-11-1468-?), casado con Mencia de Quiñones.

Isabel de Portugal

Isabel de Portugal. Reina de España y Emperatriz de Alemania (1503-1539)
Emperatriz de Alemania y reina de España nacida en Lisboa el 25 de octubre de 1503 y muerta en Toledo el 1 de mayo de 1539.
Hija de Manuel I el Afortunado y de doña María de Castilla, el 11 de marzo de 1526 contrajo matrimonio, en Sevilla, con el emperador Carlos V y el 21 de mayo de 1527 dio a luz, en Valladolid, al heredero del trono, el futuro Felipe II. Debido a las múltiples ocupaciones de su esposo, Isabel, desde 1529 hasta la fecha de su muerte, se hizo cargo con éxito del gobierno de los reinos de la Península Ibérica durante las ausencias del Emperador.
Primeros años y negociaciones matrimoniales
Segunda hija del rey de Portugal, Manuel el Afortunado y de la tercera hija de los Reyes Católicos, la infanta María, Isabel pasó los primeros años de su vida en el Palacio Real de Lisboa, junto con sus siete hermanos.
Debido a su elevada posición, la princesa recibió una esmerada educación de marcado carácter humanista, además de aprender a leer y escribir, estudió latín, castellano, inglés y francés. No se descuidó su formación artística y como era costumbre en la época, recibió una sólida formación musical. Su madre inculcó en Isabel una profunda religiosidad, así fueron frecuentes las visitas de ambas damas a iglesias y conventos, sus colaboraciones en obras piadosas y el hecho de que presidieran numerosos oficios religiosos del calendario litúrgico. Su padre, por su parte, demostró sentir predilección por la mayor de sus hijas y se mostró admirado por la gran responsabilidad con que ésta realizaba sus tareas, así cuando cumplió catorce años, lo dispuso todo para que formara su casa y la nombró señora de la ciudad de Viseo y de la villa de Torres Medrás, por lo que a partir de ese momento dispuso de fortuna propia.
Isabel dedicaba gran parte de su actividad diaria al recogimiento y la oración, en la Capilla Real del palacio, donde recibió clases del capellán del rey, Álvaro Rodrigues, sobre doctrina cristiana. Desde su infancia destacó por su gran belleza y, con el fin de que ésta fuera duradera, su madre la animó a practicar numerosos ejercicios físicos, lo cual la llevó con los años a convertirse en una experta amazona. Además fue notable su afición por la costura, sobre todo por los bordados, que la llevaron a participar en la elaboración de ornamentos eclesiásticos y colaborar con las damas de la Corte en la confección y cuidado de la ropa de sus hermanos y de su padre.
En el año 1517 la apacible vida de Isabel cambió bruscamente debido a la muerte de la reina María, ante los tristes acontecimientos su padre le encargó que se ocupara de sus hermanos, actividad a la que ésta se dedicó de lleno durante dos años. Tras las nuevas nupcias de su padre con Leonor de Austria, hermana de Carlos V, Isabel pasó a ocupar un segundo plano, pero en opinión de los cronistas de la época las relaciones con su madrastra fueron en todo momento cordiales y ambas con el tiempo desarrollaron una profunda amistad. Así tras la muerte de Manuel el Afortunado, en el año 1521, Isabel y Leonor se retiraron temporalmente a un convento a rezar por el alma del difunto, y poco tiempo después, residieron juntas en un palacio propiedad del duque de Braganza. En estos años la diplomacia portuguesa trabajaba incansablemente para que la princesa y su hermano, el futuroJuan III, contrajeran matrimonio con alguno de los hijos de Juana I la Loca. Así desde el año 1518 se intentó concertar, de forma secreta, el matrimonio de Isabel con el joven rey de España, Carlos I.
Las negociaciones para llevar a cabo el matrimonio de Isabel con Carlos, duraron aproximadamente ocho años, a pesar de las simpatías que despertaba la joven princesa en las Cortes castellanas, ya que los notables del reino veían en ella una digna sucesora de su abuela materna, Isabel la Católica; sin contar que un doble matrimonio entre príncipes de ambos reinos podía desembocar, en la unión de ambas coronas. Pero la situación internacional requería la máxima atención del Emperador y éste, se mostraba contrario a faltar al compromiso adquirido conEnrique VIII, por el cual debía casarse con su hija, María Tudor, cuando ésta alcanzara la edad casadera. Pero las negociaciones continuaban abiertas, ya que la dote de Isabel podía mejorar las finanzas del Emperador y por su parte, Juan III de Portugal estaba decidido a cumplir uno de los últimos deseos de su padre. Tras cuatro años de contactos diplomáticos entre ambas Cortes, finalmente en 1522 Carlos envió al arzobispo de Toledo, Juan Tavera, a Portugal, con el fin de que éste concretara el enlace de Juan III con su hermana Catalina de Austria y el suyo con la princesa Isabel. Las nuevas negociaciones fueron infructuosas y tras sucesivos intentos, Juan III se conformó con la situación, y dio por perdida la causa de su hermana, así a principios del año 1525, contrajo matrimonio con la hermana de Carlos. Isabel por su parte, en reiteras ocasiones expresó que si no contraía matrimonio con el Emperador, permanecería soltera.
La llegada de Catalina de Austria a Portugal, supuso un gran avance para que se llevara a cabo el matrimonio de Isabel y Carlos, ya que ésta ejerció un notable papel en las negociaciones. Por otro lado las Cortes de Castilla empezaron a presionar al Emperador para que diera a la Corona un heredero, y continuaron respaldando la candidatura de Isabel, frente a la de María Tudor. Finalmente Carlos accedió a la petición de sus súbditos y el 17 de octubre de 1525 se firmó el contrato matrimonial.
La boda de Isabel de Portugal
Isabel que en estos años había residido en el palacio de Almeirim, tras la celebración del matrimonio por poderes, el 1 de noviembre de 1525, permaneció en el mencionado palacio, en compañía de su hermano y su esposa, hasta el 30 enero de 1526, momento en el cual el papa concedió la dispensa para que Carlos e Isabel pudieran contraer oficialmente matrimonio, ya que ambos eran primos hermanos. La futura emperatriz llegó a la frontera portuguesa el 7 de febrero de ese mismo año, y allí fue recibida por el arzobispo de Toledo, Alonso de Fonseca, y por los duques de Medina Sidonia y Calabria, entre otros.
Por disposición del Emperador la boda tuvo lugar en Sevilla, así Isabel partió hacia la mencionada ciudad acompañada por un gran séquito y visitó Badajoz, Talavera la Real, Almendralejo, Llerena, Guadalcanal y Cantillana, donde recibió notables muestras de admiración de los habitantes de estas localidades. Su entrada en Sevilla, el 3 de marzo de 1526, fue cuidadosamente planeada por Carlos que quería que su futura esposa recibiera el cariño de sus nuevos súbditos. Instalada en los Reales Alcázares, Isabel esperó pacientemente la llegada del Emperador, el cual hizo su entrada triunfal en la ciudad siete días después.
La boda tuvo lugar en la madrugada del 11 de marzo, ya que según afirman los cronistas de la época, el amor surgió entre ellos a primera vista. Así el Emperador deseoso de consumar el matrimonio, ordenó que se instalara un altar en las habitaciones que ocupaba su futura esposa para que se llevara a cabo la celebración de los esponsales, los cuales, dada la precipitación, fueron presenciados por un número reducido de nobles. La muerte de Isabel de Austria, hermana de Carlos V, provocó que las fiestas de celebración por el matrimonio de la emperatriz se retrasasen hasta el mes de abril, aunque no por ello fueron menos fastuosas.
El 13 de mayo, Isabel y su esposo abandonaron Sevilla y emprendieron viaje hacia Granada, ciudad a la que llegaron el 4 de julio. Los recién casados permanecieron seis meses instalados en el palacio de la Alhambra, donde concibieron a su primer hijo, el futuro Felipe II. Fue durante estos meses cuando Carlos puso al corriente a su esposa de los asuntos del reino, ya que tenía decidido que ésta se ocupara del gobierno de Castilla en sus largas ausencias.
Vida matrimonial y nacimiento de sus hijos
La emperatriz permaneció separada de su marido la mayor parte del tiempo que duró su matrimonio, debido a los numerosos asuntos que requerían la atención del Emperador, aun así intentó hacer de la Corte, a pesar de sus numerosos traslados, un lugar acogedor para educar a sus hijos y recibir al Emperador después de sus largas ausencias. Nombrada lugarteniente general del reino, con el paso de los años fue acomodándose a sus labores como gobernadora de Castilla y aunque en un principio se mostró un poco insegura, Isabel asumió sus funciones, en defensa de los intereses de su esposo, con gran habilidad y en muchas ocasiones tomo la iniciativa, sobre todo en las cuestiones relacionadas con la Iglesia. Además hay que señalar que se hizo eco de la opinión de los castellanos con respecto a la política imperial, ya que consideraba que el gasto era excesivo. Consejera de su esposo, éste tuvo muy en cuenta sus opiniones en materia de política y en 1535 era tal su confianza en ella que le otorgó poderes para que sus resoluciones tuvieran la misma validez que las suyas en todos sus dominios peninsulares.
Isabel de Portugal quedó embarazada muy pronto tras contraer matrimonio. De este primer embarazo nacería el futuro Felipe II, el 21 de mayo de 1527. Apenas un año después se produjo el nacimiento de la infanta María de Austria, el 27 de junio de 1528, aunque en esta ocasión la emperatriz no estuvo acompañada por su esposo, ya que esta se encontraba en Monzón. En el mes de mayo de 1529 Isabel dio a luz un niño que murió a los pocos días de nacer y ante la inminente marcha del Emperador, ésta despidió a su marido muy deprimida, aunque pronto se recuperó gracias a que se volcó en el cuidado de sus dos hijos mayores. Tras el regreso de Carlos V de Europa, Isabel quedó nuevamente embarazada y el 24 de junio de 1535, nació la infanta Juana de Austria. El 19 de octubre de 1536 nació su hijo Juan, el cual murió a los cinco meses de nacer. Todos los partos de Isabel fueron muy complicados a pesar de la gran entereza con que esta intentó afrontarlos, además su delicada salud quedó muy mermada por estos esfuerzos tan continuados. Hay que destacar que la emperatriz se ocupó personalmente del cuidado de sus hijos y vigiló su educación atentamente, así ejerció una notable influencia en su primogénito, Felipe.
Muerte de Isabel de Portugal
Aunque aparentemente la salud de Isabel era buena, algo delicada en ocasiones, la resistencia de la emperatriz se quebró tras quedar nuevamente embarazada. El alumbramiento estaba previsto para principios de verano, pero el parto se adelantó y el 21 de abril de 1539 dio a luz a un niño muerto. La comadrona, Quirce de Toledo, ante la imposibilidad de contener las hemorragias que sufría la emperatriz, pidió permiso a ésta para acudir en busca de los médicos de la Corte, pero Isabel se negó, posiblemente motivada por su extremo pudor. Debido a su delicado estado inició la redacción de un nuevo testamento, al igual que anteriores ocasiones, siendo ratificado por el Emperador el 28 de abril. Hay que destacar que durante los días que duró su agonía sufrió terribles hemorragias y como consecuencia de la infección tuvo fiebres elevadas, según algunos testigos afrontó la muerte con serenidad y entereza. Tras recibir confesión y la extremaunción de manos del cardenal Tavera, murió a la edad de treinta y seis años en Toledo, en el palacio de los condes de Fuensalida, el 1 de mayo de 1539. El día 2 de mayo se iniciaron las misas por su eterno descanso y se realizó su solemne funeral, tras lo cual sus restos fueron conducidos a Granada. Posteriormente, en el año 1574, Felipe II ordenó trasladar el cuerpo de su madre al monasterio de El Escorial.


 http://www.mcnbiografias.com/
Crown